sábado, 31 de enero de 2009

¿Quién se fía de un político?


Miguel Aranguren publicón en el periódico El Correo, el 18 de marzo de 2005, el siguiente artículo en el que muestra su disconformidad con los resultados de las elecciones:

El inesperado resultado electoral del catorce de marzo, los claroscuros en la prevención y posterior investigación del mayor atentado terrorista de nuestra historia, la criminalización del anterior gobierno, la forzada paridad de sexos en el reparto de las carteras ministeriales, el populismo desatado, las tensiones nacionalistas, los pactos anti natura para gobernar algunas comunidades, el juego con la redefinición de nuestra carta magna, el enfrentamiento a la Iglesia, las recalificaciones ilegales, la designación de un alto comisionado para las víctimas del terrorismo, el escándalo del tres por ciento en el parlamento catalán, la comisión de investigación por el drama de El Carmelo, la falta de acuerdo en las conclusiones de la comisión del 11-M y, sobre todo, el resultado implacable de las encuestas a pie de calle, reflejan un descontento popular hacia la figura y el trabajo de nuestros políticos, sin importar si se encuentran en el gobierno o en la oposición de los numerosos plenos y parlamentos que ofrece la compleja organización de nuestras administraciones públicas.
La imagen de los profesionales de la política –esas personas que no han tenido otra dedicación laboral que la de calentar poltrona en comisiones, subcomisiones y comisiones de las subcomisiones- se encuentra bajo cero. Lo que podría no ser más que un reflejo de nuestra idiosincrasia rebelde, supera cualquier interpretación frívola. No en vano, estamos dotados de un sistema de representación popular. Es decir, el pueblo elige a quienes llevarán su voz en el gobierno de los intereses generales. Pero resulta que el pueblo, desde hace tiempo, no cree, no se fía, no comparte y ni siquiera se divierte con la pendiente abajo en el que han convertido el nobilísimo ejercicio de la política.
El descrédito de las instituciones, la sospecha de que en los puestos en teoría más sublimes se han afincado unos señores y señoras que actúan de espaldas al sentir popular –que no se corresponde, por cierto, con la inquietud de en dónde se coloca el mojón de la comunidad o cómo diantres tiene que llamarse, a partir de ahora, la región, asuntos en los que se pierde tanto tiempo y tanto dinero-, hace que se tambalee el frágil edificio de la convivencia. Y no hay derecho, señorías de la amplísima baraja de los cargos oficiales de España, que jueguen ustedes a costa de nuestros impuestos a la pataleta, a la corrupción, al y tú más, a arrinconar al que antes trinchaba el pollo, al y yo de aquí no me muevo…, como si el ejercicio público fuese vitalicio, algo así como la aristocracia de los listillos, una nueva monarquía sembrada de reyezuelos que afloran como setas en cualquiera de los cientos, de los miles de foros que contempla la distribución del poder municipal, regional, autonómico y nacional.
El político debería saberse servidor entre los servidores y convertir su juramento ante la Constitución o el estatuto en un nuevo decálogo del que examinarse cada día. Desgraciadamente, el cargo público siente la presión de su partido y no la de la calle. Por si fuera poco, en los partidos políticos hay guerras cainitas -una vez llegan al poder o cuando regresan a la oposición- por ocupar la colección de cargos remunerados con nómina y generosísimas dietas (¡cuántas bofetadas por un anodino escaño en Bruselas!). Ocupar sillón (da igual que sea azul o rojo) es una garantía de futuro para la que sólo se necesita habilidad de pasillo y algo de labia, en el caso de que el susodicho vaya a tener que subir alguna vez a la tribuna, lo que no siempre es necesario.
Antes de hacer juegos florales con la Constitución, antes del intercambio de cromos con territorios y pretendidos derechos históricos, antes de leyes frívolas e innecesarias sobre el repudio matrimonial o las bodas gays, nuestra democracia precisa echar fuera el lastre de la falta de credibilidad de nuestros representantes. La bajísima participación en el referendo de la Constitución Europea fue una clara advertencia, no casual, de la caída en picado de la confianza hacia quienes nos animan a votar unas ideas, unos principios que brillan por su ausencia en las actas parlamentarias y en los programas de televisión a los que se asoman con la mejor de sus sonrisas, fabricada en la oficina de un carísimo asesor de imagen. Deberían ser ciudadanos ejemplares, les va en el sueldo, pero se quedan en las menudencias del yo acuso, del y contigo no, del reparto del botín entre amiguetes o del qué bien estamos en la oposición, acomodados al ir y venir de nuevos procesos electorales.